Sumaj Orcko

La historia de la Villa Imperial de Potosí no es la historia de una ciudad sino, en realidad,  la historia del Cerro que la domina. Sin él, la ciudad no habría existido; o de haberlo hecho, de seguro sería muy distinta a la que hoy conocemos. Las riquezas ocultas en su interior movilizaron los celos y la codicia de los españoles, y se convirtieron en sentencia de muerte para millares de nativos que, forzados a trabajar en las minas, perdieron mucho más que tan sólo sus vidas…
El Cerro Rico lo domina todo. No sólo se impone sobre la ciudad con su majestuosa imagen, sino que ha marcado el ritmo de vida de la Villa Imperial y el de un continente que se desarrolló con la vista puesta en aquella inmensa veta de plata. No pasa desapercibido. Es imposible. Lo contempla todo, estoico, inmutable, mientras su corazón es horadado por escuadrillas de trabajadores que, como antaño, dejan parte de sus vidas en los estrechos corredores, donde la luz no llega; mucho menos, la esperanza de una vida mejor.
Queríamos conocerlo, y decidimos contratar una excursión, jugando a ser mineros por un día y colocándonos los trajes que ellos usan durante sus labores: overol, casco, botas, y lámparas incluidas.  Dimos comienzo a nuestro paseo matinal visitando el Mercado Minero de la ciudad, donde una veintena de locales comerciales venden todo tipo de implementos relacionados con la actividad minera (lugar en el cual se pueden comprar incluso, cartuchos de dinamita, accediendo a ellos sin ningún tipo de control o restricción), y donde nos aprovisionamos de algunos elementos tales como botellas de gaseosas, cigarrillos, hojas de coca, alcohol, etc., que serían entregados como obsequios a los trabajadores dentro de la mina, o bien, utilizados para un pequeño ritual que tendría lugar al finalizar nuestro recorrido.
Acompañados por Omar (guía), nos adentramos unos 2kms en la Mina Kunti, la cual se encuentra ubicada a unos 4160 metros de altura sobre el nivel del mar, y es una de las poco más de 180 minas que aún se mantienen en actividad, de las aproximadamente 500 que existen a lo largo de todo el cerro. Las tareas dentro de la misma están divididas, y mientras algunos se encargan de la extracción de los diversos minerales, otros se dedican al acarreo del material hasta el exterior, donde los “yampiris” recogen los productos que serán de utilidad, y separan las sobras.
La altura, la sensación de encierro, el aire seco y escaso, los estrechos pasadizos, el esfuerzo físico y lo rudimentario del sistema de extracción hacen de esta, una tarea sumamente exigente para los trabajadores, quienes pasan varias horas del día expuestos a una labor que va degradando lentamente sus condiciones físicas. Manos cuarteadas, piel curtida y reseca, problemas respiratorios, y una mirada llena de resignación e impotencia son el común denominador en los cuerpos y rostros de quienes dejan parte de su espíritu con cada pedacito de roca que extraen del cerro.
Conformando un pequeño grupo, fuimos recorriendo algunos de sus muchos y angostos pasadizos, descendiendo a través de 3 diferentes niveles (unos 30mts aproximadamente), observando a algunos de los mineros en plena labor, ya sea empujando un carro lleno de rocas, utilizando un taladro neumático, o incluso, preparando la dinamita para su posterior utilización. Así fue como tuvimos la oportunidad de conocer a Grover, Wilbert, Hugo y Don Julio (entre otros). Rostros y facciones que denotan un cansancio que supera lo meramente físico, y dan muestra del sacrificio y esfuerzo que deben realizar para poder llevar adelante una vida digna. Tareas por las cuales ganan no más de 80 a 140 bolivianos al día (unos 11 a 15 dólares).
La ciudad de Potosí tuvo sus orígenes en la extracción y aprovechamiento de la plata, y su punto álgido se sitúa a mitad del siglo XVII, pero su sobre explotación dio como resultado el rápido agotamiento de sus vetas, y un declive en su crecimiento. Hoy, casi 4 siglos después, el estaño, el litio y algunos otros minerales van supliendo a la plata, permitiendo que la minería siga aún sobreviviendo.
Ya casi finalizando nuestro recorrido, participamos de una ceremonia tradicional de los mineros: la Challa (ofrenda) al Tío; imagen que simboliza al protector de los mineros y a quien, todos los viernes antes de finalizar la jornada, los trabajadores ofrecen hojas de coca, cigarrillos y alcohol. Ubicados al final de un angosto pasillo, sentados en torno a esta imagen, realizamos nuestra ofrenda colocando algunos de los productos que habíamos llevado, y bebiendo una solución de gaseosa y alcohol al 96%, mientras (totalmente a oscuras), las paredes temblaban y el ambiente se estremecía con las explosiones de dinamita que se realizaban en las cercanías. Allí, en ese ambiente tan particular, festejamos también el cumpleaños de Mariana.
La visita a la mina fue una experiencia inolvidable, donde más allá de lo turístico, se tiene la posibilidad de vivenciar una pequeña parte de esa historia que tanto ha marcado la vida de casi todo el continente. Uno no puede evitar pensar en siglos de explotación, pero no solo de minerales sino, sobre todo, en siglos de explotación humana donde los nativos fueron obligados a trabajar en condiciones aberrantes, confinados a un sistema de esclavitud (mita) que, proveniente de la época incaica, fue intensificado por los españoles, y costó la vida de decenas de miles de mitayos (nativos primero, negros después), a quienes se hacía trabajar hasta 16 horas diarias, cavando túneles y con los elementos más rudimentarios que se pudieran imaginar.
La explotación aún continúa. Matizada. Tapizada. Pero con ciertas bases que se mantienen, y que siguen cobrándose la vida de muchos de los trabajadores. Durante la visita, no sólo las personas se estremecen. También se puede sentir como el mismo Cerro lo hace.